sábado, 19 de febrero de 2011

El sueño del hermano de Augusto

Augusto le terminó de dar el jarabe y no le prestó más atención. Se puso los tenis, cerró la puerta y se fue a trotar.

Él siguió acostado en el sofá azul de la sala. Tranquilo. Revisaba las máscaras africanas que colgaban en la pared gris de enfrente. No había comido –recordó–, y no le provocaba nada. La fiebre lo quemaba por dentro, se le antojaba pensar que un baño le calmaría ese incendio interno pero estaba demasiado débil para levantarse. Poco a poco fue cerrando los ojos hasta quedarse dormido nuevamente.

Soñó por segunda vez que leía una historia escueta.

“Nadie sabía cómo había ocurrido. Una mañana simplemente empezó a llover y al cabo de varias horas las calles y las casas se inundaron. Parecía un río la ciudad. Luego los pianos, y únicamente los pianos, formaron filas, en silencio, y se largaron.

Las personas se acostumbraron poco a poco al nuevo estado de la ciudad, otras simplemente hicieron casas en lugares más altos y los que no, se fueron a otras partes menos húmedas donde los pianos no se fueran.

Cuando por fin se esperaba que terminaran de escurrirse las calles para volver a salir en bicicletas los domingos, caminar pisando el suelo y no brincando los techos o en balsas improvisadas; volvió a llover.

Las nuevas casas se inundaron también. Hubo dos muertos. Para asombro de todos, la fila de pianos regresaba. Intactos, como si el agua no los rozara para deteriorarlos. Se fueron acomodando en sus respectivas casas, en los mismos lugares donde antes habían estado, sin importar si estaban o no sus antiguos dueños. Horas más tarde, toda la ciudad estuvo seca, como si sólo un rocío hubiese caído”

Él despertó y se halló solo en el salón oscuro, volvió a recostarse en el sofá azul y soñó por tercera vez.

viernes, 19 de noviembre de 2010


ENCUENTROS.

Horas antes de nuestro encuentro yo intentaba ocultar unos morados que me salieron en el cuello como consecuencia de una buena noche. En el espejo vi el reflejo del celular que sonaba y dejé el maquillaje un momento para contestar. Era Manuel.

A las ocho de la noche debía estar en un restaurante del norte. El cliente esa vez era un tipo joven, con un buen cargo y gay. Manuel me advirtió que el cliente prefería comer que hablar, así que debía evitar las conversaciones extensas.

Nos vimos en el café de siempre. Una cuadra antes de llegar lo distinguí. Martín leía una libreta, —son algunos apuntes para la novela— dijo después. Cuando estuve cerca lo abracé tal y como lo hacía antes de irme, con ganas y amor. Pedimos café. Por mis cambios de hábitos tomé el mío sin azúcar, él en cambio agregó dos cucharadas al suyo.
No dijimos nada realmente importante. Por más que lo amaba y me sintiera segura a su lado fui incapaz de contarle demasiadas cosas acerca de mí y mi nueva vida. Él tomaba el café a sorbos, me habló de sus proyectos y hasta de las novedades entre los amigos comunes. El sol empezó a esconderse y la tarde se volvió de colores hasta oscurecerse. Ya casi debía despedirme. Advertí, al final de la conversación, lo sabio que se había vuelto y el poco amor que me guardaba desde que me fui. Martín me tomó una mano y yo le dije entonces que debía irme. Luego me dio un beso en los labios y sonrió. —Medina es un “Show man”— Agregó para terminar la conversación.

Al despedirnos volví a abrazarlo fuertemente. No hubo beso y comprobé que, definitivamente, ya no me amaba. Él continuó leyendo sus apuntes como si sólo se hubiera distraído un minuto.

Caminé dos cuadras hacia el norte. Cuando me sentí segura tomé un taxi. —A L’liberté, por favor—. Antes de llegar me puse la peluca y llamé a Manuel para confirmar la cita con el cliente.